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Alberdi en su laberinto



Quien haya descubierto, en el origen de un Estado, un acto de violencia conforme a su opinión preconcebida, lo toma como fundamento de lo que él llama ley general. (…) La ley debe ser conforme a la razón y a la justicia. Hay siempre más o menos de esta ley en cada época de la vida de la sociedad humana, pero en ninguna época es pura o completa. Debemos resignarnos a la tarea de liberarla en todas partes (...).

Historia de los orígenes del gobierno representativo en Europa. François Guizot


En su medio año de gobierno, la administración libertaria ha destinado un gran esfuerzo a constituir su propia narrativa (¿revisionista?) sobre la historia argentina. Quizás uno de los momentos más evidentes, y por el momento olvidados, de este intento fue la transformación del “Salón de las Mujeres” en el “Salón de los Próceres” en Casa Rosada, que creó una galería de figuras de la historia libertaria: San Martín, Roca, Menem, Güemes, Moreno, Pellegrini, Sarmiento, Belgrano, Urquiza, Victorino de la Plaza, entre otros. Por supuesto, en el Salón no faltó el gran prócer libertario: Juan Bautista Alberdi. 

En apariencia, mas mencionado que citado o leído, Alberdi es la figura del liberalismo clásico argentino retomada de forma orgánica por La Libertad Avanza. Es, también, el inspirador simbólico de las acciones reformistas que está intentando emprender el gobierno: no por nada, aparece el gesto de presentar una “Ley Bases”. Las alusiones al mismo, sin embargo, son esquivas. En su Camino del Libertario, Milei hace uso de Alberdi -sin dar señales de haberlo leído- diciendo: “nosotros venimos aquí para revivir el legado de Juan Bautista Alberdi, que junto con Gorostiaga son los autores intelectuales de la Constitución y aquellos que la pusieron en marcha, con el puntapié de Urquiza, después de Mitre, Sarmiento, Roca y luego de toda la Generación del 80, el hecho de que en 35 años pasamos de ser un país de bárbaros a primera potencia mundial”.

Es interesante, a pesar de esta tosca reivindicación, retomar las ideas de Alberdi para pensar el largo recorrido de las ideas liberales en nuestro país. En ese sentido, me resulta más pertinente explorar la visión de la ley y la constitucionalidad en Alberdi que su doctrina económica, aparentemente recuperada por los libertarios. Es decir, me interesa ir en busca el Alberdi “político”, si es que lo político puede escindirse de lo económico. Si para Halperín Donghi el proyecto constitucional alberdiano fue el de una “república posible autoritaria”, es interesante preguntarse por la forma en que Alberdi concebía el lugar del Líder y la institucionalización.

En su texto La República Argentina 37 años después de su Revolución de Mayo (1847), por ejemplo, Alberdi encontraba en la figura de Rosas a un tirano que representaba a la vanguardia en América del Sur: "Donde haya repúblicas españolas, formadas de antiguas colonias, habrá dictadores llegando á cierta altura el desarrollo de las cosas". Sin renunciar a caracterizarlo como un dictador -por su gobierno arbitrario y sin límites legales-, el pensador consideraba el "desarrollo extraordinario" del carácter de Rosas suponía el de la sociedad argentina, siendo ambas dos entidades que se significaban mutuamente. Era necesario, para Alberdi, que Rosas fuese sucedido por otro hombre que encarne esas cualidades. Por eso, la situación del proyecto federal contrastaba con la del partido unitario que no había "tenido un hombre solo en que él se encarne", teniendo en cambio "infinitas cabezas en vez de una" por lo que había "dividido y perturbado su acción".

Sin embargo, Alberdi consideraba que el proyecto unitario había tenido un grado de éxito: en un movimiento comenzado por Rivadavia y consolidado por Rosas se había "centralizado la República", prevaleciendo la idea de la unidad por sobre la de federación. Esto, en parte, se basaba en la consolidación del poder político, poder que hacía necesaria la obediencia: "Dentro el país, Rosas ha enseñarlo a obedecer a sus partidarios y a sus enemigos: fuera de él, sus enemigos ausentes, no teniendo derecho a gobernar, han pasado su vida en obedecer: y por uno y otro camino, ambos han llegado al mismo fin". La sociedad argentina, en su interior "federal" y en su exterior "unitario" había logrado algo así como un orden basado en una forma de consenso y coerción alberdiano. Rosas había logrado este fin estableciendo una dictadura: estaba "investido de poder despóticos y arbitrarios" que reconocían un "contrapeso" y aunque ese poder fuese "conferido legalmente" era esta falta de contrapesos o límites lo que lo tornaba ilegitimo. Incluso, Alberdi aceptaba que un "Rosas arrodillado, por un movimiento espontáneo de su voluntad, ante los alteres de la ley" era una posible salida a la encrucijada argentina.

De forma complementaria, en su prefacio a la edición de 1858 de las Bases, Alberdi escribía que: "Hay siempre una hora dada en que la palabra humana se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o escritor, hace la ley. La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas. Pero esa es la ley durable, porque es la ley verdadera". En estas argumentaciones se encuentra un esbozo de una teoría alberdiana de la decisión: existe un legislador que hace la ley, pero esta ley es resultado de un estado de las cosas externas al legislador y tiene un elemento de "verdad". Podríamos pensar esta legislación verdadera en paralelo a las consideraciones citadas de Guizot que remiten a la noción de un pensamiento liberal clásico, que busca a través de la ley un concepto de razón. Y lo que hay detrás de esta razón, ahora haciéndonos eco de los conflictos del siglo XX y XXI, es la búsqueda un orden. ¿En qué formas se parece este orden liberal al orden peronista y al libertario?

Aventuro una hipótesis: Si ante la pluralidad de voces que componen lo social, el autoritarismo o la tiranía erigen un dictador arbitrario y el liberalismo clásico sale en busca de un Estado de Derecho basado en leyes objetivas, el peronismo busca homogeneizar lo políticamente heterogéneo en una versión intensificada de la democracia. Es decir, aceptando la inevitable perpetuidad del conflicto (ya que es inherente a lo político), el peronismo busca armonizar no a través de la supresión o la atomización de la diferencia sino a través de una comunidad organizada. Para eso, es necesario pensar que la esencia de la democracia entra siempre en conflicto con los principios pluralistas. Aunque los valores del alfonsinismo -y su readaptación kirchnerista- hayan buscado presentar al pluralismo como valor intrínseco de lo democrático, este es en verdad una forma de relativización siempre amenazante para el horizonte democrático. 

Si la democracia es la construcción de una voluntad general (y la democracia representativa la encarnación de esta voluntad en algún tipo de dispositivo-Líder), la parlamentarización de la sociedad y sus representantes es una forma peligrosa para la misma. El peligro era señalado, hace más de cincuenta años, por Arturo Sampay: la neutralidad "agnóstica-burguesa" del liberalismo clásico -la base del pensamiento que ata democracia y pluralismo- tiene el peligro de transportar "la exigencia del relativismo, del plano político donde es ineludible, al plano metafísico". Es decir, una democracia verdadera, o al menos funcional, requiere del criterio de verdad alberdiano (aquel que conformaba una "república posible autoritaria") que a su vez queda desestabilizado por la pulsión relativizante del pluralismo liberal (aquel que, por ejemplo, Alberdi reconocía en la tolerancia inter-religiosa y la extrema libertad de prensa). 

Creo que la respuesta peronista a este problema es el reconocimiento del conflicto interminable e imposible de suturar en toda sociedad, combinado con la acción de homogeneización de esa misma sociedad en su forma comunitaria. El libertarianismo, de forma contraria, parece apostar por la transformación del pluralismo en atomización: el modo de legalidad-constitucionalidad libertario busca erigir a un poder invisible que regule de forma autoritaria la inevitable descomposición social. Si la comunidad y la justicia social son imposibles en el horizonte libertario, incluso como utopía, es el mercado -encarnado en un representante político validado electoralmente- quien tiene que gestionar la constante disolución de una sociedad que no existe.

Es decir, si la tiranía alberdiana es gobernar sin límites, la tiranía libertaria es construir comunidad allí donde hay una atomización inevitable. Entonces, la administración libertaria no busca conformar un Estado de derecho que se pretenda neutral, sino un Estado decisionista fuertemente militante atrapado en una especie de revolución permanente. El dictador es ahora una fuerza invisible y abstracta –el mercado- y su encarnación en el Poder Ejecutivo su manifestación terrenal, su intérprete privilegiado. Actividad que, por supuesto, parece una recuperación demasiado forzada del olvidado laberinto alberdiano.



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