Crisis migratoria: un desafío urgente en la lucha por el desarrollo sostenible
Los crecientes desplazamientos migratorios en diferentes partes del mundo constituyen grandes desafíos para el desarrollo sostenible. Para hacer frente a ello, se vuelve fundamental la construcción de sociedades más justas, pacíficas e inclusivas. En esta nota, la autora propone un diagnóstico de la situación actual de los refugiados y migrantes, y sugiere algunas acciones para enfrentar la problemática desde la perspectiva del ODS Nº 16.
Agenda 2030: una agenda para el desarrollo sostenible
En 2015, en el marco de la Agenda 2030, los Estados miembros de las Naciones Unidas aprobaron 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible (en adelante, “ODS”), acompañados de 169 metas conexas, con el propósito de orientar las políticas de desarrollo durante los próximos 15 años. La Agenda 2030 constituye un plan de acción que los países se comprometen a implementar, cuya base y fundamento reside en los derechos humanos.
Cabe destacar que este compromiso, que dimana de una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, no tiene fuerza vinculante. Es decir, ningún Estado puede ser obligado a cumplir con lo que allí se dispuso. No obstante, esta aclaración no pretende desconocer el valor de los ODS. Por el contrario, la Agenda 2030 parte del reconocimiento de los principales problemas sociales y ambientales de este siglo. Sin dudas, simboliza un consenso básico y necesario para orientar la cooperación internacional en miras a sus posibles soluciones.
En esta ocasión, propongo analizar el ODS número 16 –que consiste en la promoción de sociedades justas, pacíficas e inclusivas– en el marco de un escenario internacional atravesado por crecientes desplazamientos migratorios. En este sentido, considero que las condiciones en las que se producen los movimientos de refugiados y migrantes, y las causas que los motivan, suponen grandes desafíos para el desarrollo sostenible.
Una crisis humanitaria cada vez mayor
Hace tiempo que escuchamos hablar de la crisis migratoria como una de las grandes problemáticas de la realidad contemporánea. Se trata de una tendencia global que continúa acentuándose, y que seguramente nos acompañará durante las próximas décadas. Los conflictos armados, el incremento de la pobreza, el cambio climático y los desastres naturales son algunas de sus causas.
Según datos de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), entre 2010 y 2019 al menos 100 millones de personas se desplazaron forzadamente. Solo una parte de ellas consiguió una solución duradera, como la repatriación voluntaria, el reasentamiento o la inclusión local. Mientras tanto, en 2019, el número de migrantes alcanzó casi los 272 millones, lo que equivale a un 3,5% de la población mundial.
Imágenes como las de la tragedia de Lampedusa en 2013 (cuando una embarcación que trasportaba migrantes desde Libia a Italia se hundió frente a esa isla) o las de Aylan Kurdi en 2015 (el niño sirio hallado muerto en la costa del Mar Mediterráneo), entre muchas otras, conmocionaron al mundo. Sin embargo, las respuestas estatales resultan, en el mejor de los casos, insuficientes. Mientras tanto, el comportamiento social frente a la inmigración está atravesado –cada vez más– por la xenofobia.
La odisea de ser refugiado en el siglo XXI
Según el ACNUR, los refugiados son personas que cruzan una frontera internacional huyendo de situaciones de conflicto armado o persecución. En simultáneo, otros migrantes se trasladan por diferentes razones, tales como la expectativa de escapar de la pobreza o mejorar sus condiciones de vida. La conjunción de ambos fenómenos da lugar a grandes movimientos migratorios mixtos, que se desarrollan en condiciones riesgosas y traen aparejada la vulneración de derechos fundamentales.
Muchos de los traslados se realizan a través de los servicios de tratantes o de traficantes de personas, cuyas estrategias distan de ser seguras. En las rutas del Mediterráneo, los migrantes viajan en embarcaciones pequeñas, incluso en lanchas inflables, asumiendo el altísimo riesgo de morir ahogados. Mientras tanto, en la región de África Occidental los contrabandistas de personas cruzan las antiguas rutas comerciales transaharianas en camiones, que cuando fallan abandonan a los viajeros a su suerte.
En cualquier rincón del mundo, quienes se desplazan en movimientos migratorios mixtos están expuestos a violencia física y sexual, a robos y al trabajo forzado, entre otras vejaciones.
El rol de los Estados frente a la crisis de los migrantes
El derecho internacional de los refugiados (DIR), cuyas fuentes se hallan en los tratados internacionales y en el derecho consuetudinario, obliga a los Estados a admitir en sus territorios a los solicitantes de asilo. En otras palabras, el principio de no devolución (non-refoulement, en francés) prohíbe que los países envíen a un refugiado de regreso a las fronteras del territorio donde su vida o seguridad están amenazadas. En cambio, los migrantes no gozan de la misma protección internacional. Los países los pueden admitir o no, de acuerdo con su propia legislación, en tanto respeten el plexo normativo que integra el derecho internacional de los derechos humanos (DIDH).
A pesar de lo expuesto, en la práctica los Estados han reaccionado al crecimiento de los movimientos migratorios mixtos incrementando los obstáculos y las restricciones. Un ejemplo grotesco de ello está dado por la construcción del muro fronterizo entre Estados Unidos y México, autorizado en 2017 por el entonces presidente norteamericano Donald Trump, con el objetivo de impedir el ingreso de migrantes en condiciones irregulares.
Existen también otras metodologías más frecuentemente utilizadas por los países para controlar la llegada y estadía de personas en sus territorios. Por ejemplo, las sanciones para compañías de transportes que trasladan migrantes en condiciones irregulares, las interceptaciones de extranjeros fuera de sus fronteras o la aplicación de normas discriminatorias.
De ser admitidos en la frontera, los refugiados y migrantes padecerán nuevas peripecias para poder satisfacer sus necesidades básicas, conseguir empleo y acceder a la justicia. Asimismo, posiblemente serán discriminados por los nacionales, cuyas conductas están moldeadas por la xenofobia y los discursos de odio que circulan en los medios de comunicación y en las plataformas partidarias.
Somos testigos del aumento de la instrumentalización de la migración como arma política y del uso creciente de los medios sociales como herramientas de división y polarización que, en muchos casos, ubican al extranjero como blanco. Sin embargo, tal como explica Shamshad Akhtar –Secretaria General Adjunta y Secretaria Ejecutiva Comisión Económica y Social para Asia y el Pacífico (CESPAP)–, al observar los hechos podemos notar que los países de acogida suelen aprovechar la migración para colmar lagunas del mercado laboral, fortalecer la oferta de fuerza de trabajo en países con población envejecida e incrementar la recaudación de impuestos, el consumo y la disponibilidad de conocimientos.
La importancia del ODS 16 frente a la crisis migratoria
Como ya se adelantó, el ODS 16 consiste en contribuir al desarrollo sostenible promoviendo sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitando el acceso a la justicia y construyendo instituciones eficaces que rindan cuentas. Entre sus metas conexas se destacan la reducción de todas las formas de violencia, la promoción del acceso igualitario a la justicia, y la aplicación de leyes y políticas no discriminatorias.
Al diseñar el ODS 16, los Estados coincidieron en que la violencia, el acceso limitado a la justicia y la exclusión social representan una amenaza para el desarrollo sostenible. Todas estas circunstancias afectan particularmente a los migrantes y, en muchos casos, constituyen la razón de sus desplazamientos. Por esta razón, las metas formuladas atacan –aunque sea parcialmente– las causas y consecuencias de los movimientos migratorios.
El acceso a la justicia y la inclusión social facilitan la integración o reasentamiento de los refugiados y migrantes. Estos procesos requieren del reconocimiento de un estatus legal o de la posibilidad de naturalización. De lo contrario, estas personas carecerán de la posibilidad de acceder a derechos básicos como conseguir empleo y vivienda estable, recibir atención médica y asistencia social, o moverse libremente sin el temor constante a ser expulsadas. A su vez, la irregularidad los ubicará como blanco fácil para la trata de personas y otras formas de delito organizado.
Por otro lado, juntamente con la regularización, se vuelve imperiosa la implementación de políticas que promuevan la tolerancia y desarticulen los prejuicios, estigmas y estereotipos que pesan sobre la condición de “extranjero”. Es decir, la inclusión de los migrantes en los países de acogida debe darse tanto en el plano normativo como en el social, dado que ambos planos son interdependientes.
Mientras tanto, la meta orientada a la reducción de la violencia en todas sus formas debe contribuir a evitar los desplazamientos forzados y a habilitar el retorno voluntario. Sin embargo, este retorno es poco viable si persiste el conflicto o si la paz en el país de origen es frágil.
Los países deben compartir la responsabilidad por la situación de los desplazados y aprovechar los beneficios de la migración a través de la cooperación. La afluencia repentina de un gran número de personas puede plantear problemas para las comunidades de acogida. Sin embargo, la historia ha demostrado que las políticas restrictivas y los obstáculos fácticos no detienen los desplazamientos, sino que solamente empujan a los migrantes y refugiados a ser víctimas de abusos y de explotación.
Teniendo como horizonte al desarrollo sostenible, la migración debe ser pensada como un fenómeno normal y beneficioso tanto para la sociedad como para la economía del siglo XXI. Debemos abandonar el análisis de la migración como un problema, y enfocar la mirada en su valor social y económico. Para ello, es imperioso que los Estados coordinen sus esfuerzos y articulen sus estrategias. La Agenda 2030 es apenas un punto de partida.
La autora es politóloga y estudiante avanzada de Abogacía bajo la especialización de derecho internacional público (UBA).