A lo largo de su historia como democracia liberal y Estado verdaderamente constituido, el régimen constitucional de Argentina se vio interrumpido por golpes militares un total de 5 veces: en 1930, 1943, 1955, 1966 y 1976. En su marco, no solamente se violaron derechos humanos a la mansalva, sino también se buscaron reorganizar las bases sociales y políticas de nuestro país y, a su vez, reestructurar las políticas y modelos económicos, a fines de marcar diferencias claras respecto a los regímenes precedentes a cada interrupción como tal. ¿Estos cambios notorios de rumbo sirvieron como justificativos de los golpes, o constituyeron la causa intrínseca de ellos?
“Nuestras” dictaduras militares
No nos proponemos en absoluto por el presente trabajo realizar un análisis, junto a su merecida condena, de los aberrantes procesos sociales y políticos llevados a cabo en las dictaduras militares atravesadas por nuestro país. Ellos merecen su escrito aparte, en el que se grafiquen los testimonios, civiles y políticos, de quienes tuvieron el infortunio de vivirlas. Aquí nos planteamos por la presente realizar un análisis estrictamente económico de los regímenes, más allá del peso moral que semejante ignorancia puede implicar, para derribar algunos de los mitos y discursos presentes en nuestra esfera de la opinión pública que pretenden justificar este tipo de gobiernos dado su presunto éxito económico.
Poco se habla sin embargo de estos regímenes tanto en el ámbito social como académico. Generalmente, el foco historiográfico aparece puesto en gestiones particulares, sea por su influencia histórica y actual (por ejemplo, el primer peronismo), como por su cercanía con la contemporaneidad en la cual nos enmarcamos (como los años kirchneristas). A su vez, a la hora de encarar este tipo de análisis con mirada hacia la historia suelen abarcarse muy marginalmente los tipos de regímenes económicos que marcaron las épocas que se describen en tanto a su índole política como social, tanto por la academia como por la dirigencia. Esto representa, para muchas mentes como la propia, un grave problema. El día que sean tomadas seria y prioritariamente ese tipo de facetas estructurales en el debate mainstream será el día en el que sanemos un poco como sociedad política y nos despojemos de la condenada posverdad que nos gobierna a todos individualmente.
Sin más preámbulo, realizaremos un análisis abarcativo pasando por todos los regímenes militares que transitaron nuestro país desde la concepción del estado democrático moderno. Identificaremos en su marco el modelo económico aplicado y las principales medidas tomadas, para evaluar en retrospectiva su legado e impacto en el devenir económico de nuestro país.
1930-1943. Restauración Conservadora o Década Infame.
El periodo popularmente conocido en nuestro país como la Década Infame se trató de un intento por parte de los simpatizantes y aliados del ex régimen oligárquico de restituir dicho orden conservador, con todo lo que ello conllevase. Éste fue asumido en el marco de la famosa crisis económica de 1929, por lo que la herencia del nuevo régimen no representaría para nada una situación amena. La crisis mencionada se trató, entre otras cosas, de una severa y restrictiva deflación que devino inevitablemente en una baja de poder adquisitivo y recesión de la actividad económica. Por sobre todas las cosas, la crisis mundial hizo caer notoriamente la exportación de productos primarios, hasta entonces la columna vertebral de la adquisición de divisas y fondos para el país.
Como primeras medidas frente a la crisis, el régimen consolidó un Estado presente que tenía como objetivo achicar todo gasto del mismo, para mantener la caja frente a la coyuntura. Ello no se daría por casualidad, ya que como consecuencia de la crisis el modelo de intervención estatal keynesiano emergería y se vería aplicado en varios países del mundo. Más allá de todo, se logró el superávit fiscal, por un lado, y se aplicó una política proteccionista mediante la alza de aranceles, por el otro. Efectivamente parecía ser que la intervención combatió a la depresión en gran medida, y empezaría por consolidar un nuevo tipo de modelo que sustituya al MAE (Modelo agroexportador). Se firmó sin embargo poco después el pacto Roca-Runciman, que, si bien solventaba a priori el problema de la exportación de materia prima, acabaría por poner en desventaja a la producción nacional frente a los ampliamente superiores capitales británicos que se instalaron en el país, de cuyas ganancias poco fue hacia el Estado argentino.
A partir de entonces, la mano del Estado se hizo más presente. Con el cambio de presidente en 1932, se orientó hacia una política mucho más interventora en favor de los grandes productores. La tributación se concentraría en Buenos Aires en detrimento de las provincias, la política monetaria en el novedoso Banco Central, y la economía en manos de las grandes riquezas del país. La depresión, sin embargo, había quedado atrás, y el PBI volvía a aumentar anualmente, aunque a una velocidad moderada por obvias razones.
Siguiendo la tendencia, Ramón Castillo, como cabeza de Estado llegado el año de 1940, llevaría a cabo el llamado Plan Pinedo de reactivación económica. Éste contemplaba “la necesidad de proteger y desarrollar […] la industria nacional y sostenía la idea de un incremento de la demanda como base para reactivar el aparato productivo” (Rapoport, 2006) para hacerle frente tanto a la guerra como a los vestigios de crisis, ambos perjudiciales para el modelo agroexportador predominante en Argentina; a su vez, se buscaba un distanciamiento de los grandes actores económicos, en pos de una mayor libertad para decidir el rumbo de la economía. Este plan, sin embargo, acabaría siendo rechazado por cuestiones políticas, y semejante modelo debería esperar un par de años más para verse realizado.
1943-1946. La Revolución del 43.
La Década Infame vería impuesto su fin cuando una facción más “nacional y democrática” del ejército, denominada Grupo de Oficiales Unidos (GOU), entre cuyos dirigentes se encontraba Juan Domingo Perón, ejecutase un golpe de Estado acarreando como bandera el punto final del descarado fraude electoral llevado a cabo durante el periodo, cuya finalidad era la de perpetuar en la oficina estatal a mandatarios miembros de la Concordancia, el partido oficial hasta entonces. Las diferencias pareciesen aparecer como netamente políticas entre la facción “oficialista” del ejército y la del GOU, y si bien así lo fueron mayormente, entraron en juego muchas disidencias hacia dentro de la misma fuerza militar. No son datos menores tampoco algunos factores coyunturales a la hora el golpe: la tardía segunda guerra mundial y el avance de la industrialización en el país trajeron consigo grandes cambios a niveles demográficos, sociales, económicos y políticos. Se trataba de un contexto de cambio rotundo de la estructura.
Prestando atención a la política económica del corto régimen de facto llevado a cabo por el GOU, podemos entender la misma como un nexo: una continuación y refuerzo de la política interventora del régimen pasado, y a la vez como una antesala al régimen peronista por venir. El debate sobre del Plan Pinedo años atrás abriría las puertas a la posibilidad de comienzo de un nuevo modelo de acumulación: La Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI). A partir de las ganancias obtenidas en el sector agropecuario principalmente, se financiaría el crecimiento industrial. Ello aparecería claramente estipulado en el Primer Plan Quinquenal años después por Juan Domingo Perón, durante su primer mandato constitucional.
1955-1966. Revolución Libertadora.
La autodenominada “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón no solamente tuvo como objetivo borrar todo rastro del peronismo simbólicamente, sino también política y económicamente. Esto se grafica de forma clara cuando prestamos atención no solamente a los tres primeros años que componen su núcleo como régimen de facto tradicional, sino también a las tres presidencias constitucionales apadrinadas por la misma junta militar que perpetuó el golpe en los años venideros: ellos son los casos de las presidencias de Frondizi, Guido e Illia.
Cuando la junta militar estuvo a cargo, durante los primeros años de la libertadora, de la política social, civil y económica, encabezados primero por Lonardi y luego por Aramburu, el rumbo adoptado por la misma representaba la desarticulación total del modelo productivo desarrollado por el peronismo durante la última década. El llamado Informe Prebisch fue el principal canalizador de esta tendencia, haciendo un llamado de urgencia a “desperonizar” la economía para poner el enfoque en la obtención de divisas, de las cuales presuntamente se escaseaba. En función de ello, el nuevo foco de la economía iba a centrarse en la actividad rural para la exportación de materia prima, sumando a ella la quita de trabas aduaneras para la importación, y acompañado a su vez por una fuerte devaluación para ajustar el tipo de cambio, destruyendo así el poder adquisitivo de los ciudadanos. Se trataba de un retorno al pasado, de ISI a MAE nuevamente.
Con la asunción de Frondizi, sin embargo, la economía parecía tomar otro rumbo. El modelo desarrollista propuesto por el presidente radical y su equipo económico indicaba una revitalización del crecimiento industrial bajo un rótulo “revolucionario”. Sin embargo, el motor de este modelo fue muy distinto al planteado; en lugar de verse impulsado desde el Estado y por las alianzas sociales que se pretendían, la industrialización pasó a depender de las inversiones extranjeras, lo que supuso un minúsculo beneficio para el país en cuanto a la exportación de productos manufacturados, cuyo beneficio iba en su mayor parte a las transnacionales. Frondizi abrió las puertas para la explotación de los recursos nacionales por entes externos. La balanza de pagos, en consecuencia no solamente de este modelo sino también de un endeudamiento con el FMI, desfavorecía fuertemente a la Argentina, cuya deuda aumentó exponencialmente.
El gobierno de Guido tras la destitución de Frondizi por parte de la junta militar fue conciso. Junto a él, volvía Pinedo como ministro, quien impulsó la liberación del mercado cambiario, junto al cual vino una nueva devaluación y aumento de precios. Ello no tuvo el efecto esperado en la macro, por lo que el gobierno comenzó a tomar deuda externa para financiar las cuentas, que se deterioraron con rapidez. Como consecuencia de las medidas, se produjo también una fuerte recesión: “el gobierno profundizaba las causas del déficit fiscal y se obligaba a un ajuste sin fin” (Rapoport, 2006).
Tras la desastrosa gestión económica de Guido y sus ministros vino la gestión de Illia, que se focalizó en un desarrollo equilibrado de todas las esferas productivas antes que el foco en ciertas industrias. Aprovechando entonces el envión del efecto rebote de la economía argentina, el gobierno de Illia impulsó la producción y fomentó la demanda a través de políticas de Estado, logrando a su vez inversiones y la reactivación de la economía, haciendo crecer contundentemente el PBI. Se mejoraron también los términos de intercambio, al controlar las importaciones frente a un gran crecimiento de las exportaciones, que lograron sostener la balanza comercial superavitaria para acompañar el crecimiento. Sin embargo, no faltaron contratiempos en el gobierno de Illia, ya que si bien logró resolver varios de los problemas que aquejaron al país previo a su asunción, tuvo que cubrir varias otras herencias de manera artificial, como por ejemplo compensaciones a empresas que estancaron la producción en un momento de auge de la demanda. Sobre el final de su mandato acabaría por desacelerarse el crecimiento, sin quitarle mérito a lo hecho durante su gestión.
1966-1973. Revolución Argentina.
Detrás del golpe de Estado hecho a Illia liderado por Juan Carlos Onganía subyacían intereses económicos puntuales. Después de todo, entre los principales objetivos hechos públicos por el régimen se buscaba, desde la faceta -o “tiempo”- económica, eficientizar el desarrollo productivo industrial para acabar de una vez por todas con los ciclos depresivos que atravesaba el país durante los últimos años. No faltó el acercamiento al norte continental, tanto en materia ideológica como económica, al favorecer un régimen de inversiones extranjeras para impulsar los objetivos planteados.
El plan económico del ministro Krieger Vasena contemplaba una “sobredevaluación compensada” a fines de atraer capital extranjero y acabar con la especulación financiera, que acabó por encarecer no solamente los precios locales sino también los costos de importaciones. “Con este conjunto de medidas, los beneficiarios de la devaluación eran el Estado y los capitales extranjeros” (Rapoport, 2006). Este tipo de liberalismo pragmático y moderado acabaría por beneficiar en la macro: el déficit fiscal se mantuvo controlado, la inflación comenzó a bajar moderadamente y el PBI aumentaba paulatinamente.
Sin embargo, la tendencia acabó por agotarse. La presencia contundente de capitales extranjeros en nuestro suelo acabaría por generar una afluencia notable de capitales hacia el exterior, salida que el Estado buscaría compensar a través de la toma de deuda externa, dejando como consecuencia el desmejoramiento progresivo de la balanza de pagos. Las inversiones resultaron ser cortoplacistas y las exportaciones crecieron de manera marginal (1,2%) frente a las importaciones (40,2%), afectando así a la balanza comercial negativamente. Además, el congelamiento de los salarios no acompañaba el aumento de precios, llevando a una enorme crisis interna para el régimen que acabaría por contribuir al fin del mandato de Onganía.
Tras la caída de Onganía en el 70, la economía volvería a orientarse a un modelo nacional-desarrollista bajo los mandatos sucesivos de Levingston y Lanusse para reactivar la economía interna. Buscaban como principales objetivos aumentar los salarios, fortalecer la industria nacional y diversificar la exportación. Ello trajo consigo, sin embargo, la vuelta del crecimiento anual inflacionario y un crecimiento del desempleo, pronosticando una recesión. A fines de controlar todos estos factores, se propuso un programa a corto plazo para estabilizar la economía en vistas de una prevista vuelta a la democracia: se limitó la oferta monetaria, se impulsaron aumentos tributarios, se buscó la paridad del dólar y se negoció con los sectores económicos para mejorar la situación.
1976-1983. Proceso de Reorganización Nacional
El proceso dictatorial empezado en el año 1976, encabezado principalmente por Jorge Rafael Videla, es comúnmente denominado por el pensamiento contemporáneo como la peor atrocidad que le ha sucedido al país en su memoria reciente. Las violaciones de los derechos humanos realizadas en su marco y los veredictos de los que hoy disponemos de sus contemporáneos nos dan a entender que el periodo abarcado por su régimen ha de ser uno de los peores -si no el peor- de nuestra breve historia como país. Sin embargo, lo que nos incumbe en este escrito nos priva de abarcar y condenar estos hechos, de los que se podrían escribir un sinnúmero de libros para empezar.
Lo que si podemos condenar en esta instancia es, además de sus atrocidades en el marco de lo social, lo moral, y lo humano, el bochornoso manejo de la economía durante el periodo, que acarrearía consigo para el futuro consecuencias notorias y contundentes para la democracia del porvenir. La primera distinción para hacerse es la identificación del marco teórico con el cual fue llevada a cabo la gestión económica. El régimen del 76 impulsó una liberalización generalizada y apertura económica total hacia el exterior como elementos centrales de su política económica. La inflación, se decía, era la prioridad a corto plazo; ello desembocó en que se lleven a cabo medidas supuestamente contribuyentes a la causa como congelamientos salariales, eliminación del sistema de control de precios y el incremento del tipo de cambio. Por supuesto, en paralelo se suprimieron derechos laborales como los de asociación y huelga.
Una segunda fase de este proceso buscaría utilizar las inversiones exteriores como el motor del impulso económico. En ese marco, se unificaría la paridad cambiaria, se eliminarían las regulaciones paulatinamente y se reducirían los aranceles. Sin embargo, un nuevo impulso inflacionario obligaría a un acuerdo de precios y la liberalización de tasas de interés. Era primordial atraer al capital extranjero para no fundirse, al destruir casi por completo el aparato de producción y generación de riqueza nacional. La medida más recordada de este periodo sería sin embargo la “tablita” cambiaria, que constituía un régimen de devaluación programada para el anticipo de los actores económicos, a fines de perseguir el equilibrio inflacionario.
Todos estos tipos de medidas, improvisadas y sin un rumbo claro, marcadas por fuertes shocks externos como era de esperarse, y profundamente dependientes de actores externos, dejarían a la Argentina en knockout financiero y al borde del default. Para hacernos una idea, pasamos a enumerar las principales consecuencias económicas para el porvenir producto del legado de la gestión económica del proceso:
La destrucción de los medios productivos, al castigar este sector frente a la fallida búsqueda de inversión extranjera en el país y al aumento diferencial de los servicios frente a la producción.
Brutal disminución del PBI (Obviamente).
Discontinuidad de varias ramas de producción.
La estatalización de la enorme deuda privada en 1982 que, a fines de beneficiar a los empresarios, acabaría por destruir la balanza de pagos y acrecentar exponencialmente la deuda externa.
Fuerte recesión económica.
Reflexiones finales.
Las múltiples gestiones económica en el marco de las dictaduras militares acaban por dejar una sensación agridulce en el lector. La fuerte improvisación, los cambios de rumbo, los recurrentes cambios de paradigma y los conflictos internos acaban por dejar en el seno de nuestra historia una marcada falta de rumbo económico, con una acentuación de las interrupciones del desarrollo para verlos reemplazados por modelos adversos.
Vimos en muchos de estos casos como, en ocasiones, las facciones militares actuaban como partidos políticos con programas de gobierno propios en su restringido, elitista y cruel sistema político reducido. Los rumbos económicos aparecían siempre marcados por una fuerte índole personalista de aquellos quienes ostentaban el aparato estatal, y las negociaciones con los actores en ese marco significaban más una imposición en muchas ocasiones que la consecución de acuerdos mutuos; el modus operandi era, como en las esferas social y políticas, la violencia desnuda.
No hemos de pasar por alto tampoco la fuerte orientación rentista de muchos de estos regímenes, fuertemente influenciadas y apoyadas por los Estados Unidos principalmente, país del que provenían la mayoría de las inversiones cuando los regímenes beneficiaban la entrada de capitales externos al país, solamente para verse desolados a la hora del retiro de los mismos junto con las consecuencias a largo plazo que su actividad dejaban, tras la explotación de recursos nacionales para el beneficio de las empresas transnacionales más que del Estado.
Otras veces, se impulsaba el desarrollo de la industria nacional, pero semejantes periodos solamente representaron una pequeña ventana temporal para estos tipos de regímenes de facto, que desprovistos de apoyo político real y duradero se focalizaban en los beneficios a corto plazo para mantener la legitimidad y, en su marco, el poder. El desarrollo, viéndose tan interrumpido como lo estuvo durante el transcurso de estos mandatos, no logró agotar sus beneficios ni alcanzar ninguna de sus metas, no tanto por el modo de su implementación sino por la impaciencia con la que fue gestionado.
Hoy nos queda solamente echar un vistazo hacia la historia para juzgar, con prudencia, los legados de estas gestiones económicas. Lejos están de las concepciones de muchos de sus defensores que justifican los regímenes dictatoriales dados sus presuntamente exitosos manejos de la economía. La realidad, podemos ver, dista de estos relatos, presentando repetidamente este tipo de regímenes mayores dificultades para gestionar la economía que su contraparte democrática y constitucional. No podemos permitir en nuestra sociedad este tipo de posverdades, que no hacen más que deteriorar el espíritu democrático y disminuir la calidad de los debates en la esfera de la sociedad civil.
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