El Estado no reconoce libertad para atentar contra la libertad
Constitución Argentina de 1949. Artículo 15.
(…) se trata de la voz de un hombre que rompe un tabú y que, dejándose contagiar por el asombro que suscitan sus palabras, pierde el sentido de su efecto. Durante una noche, en esa ocasión, Jruschov abolió las leyes del lenguaje demagógico.
El Pasado de una Ilusión. François Furet.
Son conocidas las observaciones de Fogwill sobre la continuidad entre la dictadura militar y el gobierno alfonsinista. En abril de 1984, en un breve ensayo para Primera Plana, el escritor argumentaba que Bignone había anunciado que “se restablecía el gobierno del pueblo, cuando apenas se restableció el régimen de consulta electoral y se ampliaron las libertades y las garantías individuales”. En ese sentido, la misma designación de “dictadura militar” legitimaba “la operación (…) de oscurecer el verdadero carácter del Proceso (banquero, oligárquico, multinacional) (…)”. Incluso, en mayo, para El Porteño, el autor sugería que la continuidad tenía raíces en el gobierno peronista: “Las mismas características del proceso militar de 1976 prueban que el cambio de autoridades fue más un procedimiento administrativo que una ‘revolución’. Revisar la prensa de la época, y el testimonio de la resignada complacencia de parlamentarios peronistas, frentistas y radicales aclararía mucho al respecto”.
El argumento fue retomado años más tarde por Silvia Schwarzböck en su libro Los Espantos: Estética y Postdictadura. En el mismo, la autora argumentó que la “postdictadura” establece un marco de sentidos en el que realizamos una “vida sin la expectativa de la vida de izquierda, sin la espera de la patria socialista”. Creo que, en parte, este argumento nos acerca a las conocidas lecturas sobre el “realismo capitalista”: a nivel global, es más fácil imaginar x cosa antes que el fin del capitalismo. Sin embargo, pareciera que el orden argentino, tal cual lo hemos conocido, sea la “postdictadura” o el “consenso alfonsinista” está encontrando sus límites y su rechazo a partir de la victoria electoral de Javier Milei. Entendemos o acordamos que vivimos en un mundo “post-” algo y abunda la literatura al respecto. Postfascismo, postdictadura, postmodernidad, postdemocracia. No somos capaces de nombrar. La nostalgia de una época anterior aparece como un gesto político de subordinación ante el presente: es una de las formas más exitosas para sobrevivir y adaptarse al estado de las cosas. Como señala el pensador de ultraderecha Curtis Yarvin, incluso la postura conservadora que designa a la democracia como “el mejor peor sistema” es una resignación de contenido vacío.
“Democracia” es el nombre político que se ha dado para sí el proyecto representativo de la Modernidad. El nombre de guerra de una multiplicidad de aventuras estatales que han intentado reivindicar para sí el uso de la etiqueta. Su exitosa apropiación actual por parte del liberalismo de la posguerra es apenas un accidente dentro de la larga marcha del concepto. Este origen no-democrático de la “democracia representativa” es genealógico. Como nos señala la primera línea de Los principios del gobierno representativo de Bernard Manin: “Los gobiernos democráticos contemporáneos han evolucionado a partir de un sistema político que fue concebido por sus fundadores en oposición a la democracia”. Hay poco de “democrático” (entendiendo a la democracia en su sustancia “esencial” y original) en los distintos regímenes representativos modernos.
El libre mercado de las ideas democrático-representativo argentino fue posible gracias a la supresión del estado de naturaleza ideológico de la República imposible previa a 1976 o 1973 (dependiendo de qué periodización uno apoye). El genocidio es el padre negado de los Estados modernos. Es la intensificación de la política a un punto máximo. Aunque es discutible el uso técnico de la categoría “genocidio” para pensar el terrorismo de Estado argentino, es mucho más atendible considerarlo como categoría del vocabulario político: la forma de delimitar y maldecir el acto de exclusión radical efectuado para la construcción de la nueva comunidad política. Ese acto que otros intentos de refundar la república post-alberdiana no lograron consumar.
Desde su puesto de observación europeo, la escritora Ariana Harwicz escribió hace unos años un ensayo de reivindicación al híper-individualismo que parece capturar algunas de las bases de este régimen videlista (El ruido de una época, 2023). Desde posturas esencialistas, la autora argumentó que: “Lo que no se puede es mentir en la lengua, las palabras que elegimos no mienten, ahí salta toda la verdad” y, al mismo tiempo, señaló que “Vaciar el lenguaje de violencia es imposible”. Me resultaría fácil coincidir con la segunda afirmación, pero habría que señalar que la violencia y el lenguaje son lo contrario a la verdad (si aceptamos, como parece hacerlo Harwicz, a la verdad como Verdad, valor trascendente). Esta Verdad está más allá del tiempo y el lenguaje se acopla al tiempo –casi se podría decir que es el tiempo-. La autora argumentó que una de las posturas más sonsas de la época consiste en caer en pensar que “todo es relativo”. Esta crítica acepta, implícitamente, la existencia de un concepto de verdad que está más allá. Por eso, la pregunta de fondo es: ¿Relativo a qué? El problema ya lo exponía Oswald Spengler en su Decadencia de Occidente: “La validez universal es siempre una conclusión falsa que verificamos extendiendo a las demás lo que sólo para nosotros vale”. El consenso videlista o “alfonsinista” que excluye del campo político a una serie de alternativas es la base del pluralismo político liberal que se universaliza a sí mismo, delimitando aquello que puede decirse y aquello que es tabú.
En pocos autores es tan evidente este posicionamiento como en el gran ideólogo del alfonsinismo, el jurista Carlos Nino. En sus derivas tomadas de La sociedad abierta de Karl Popper, el pensador argumentó la existencia de una “sociedad cerrada” previa al alfonsinismo, conformada, principalmente, por el peronismo y basada en el “tribalismo” y el “comunitarismo”. Frente a este modelo de sociedad, se debía erigir la sociedad abierta postdictatorial, una sociedad liberal, basada en la libre competencia que excluye, implícitamente, a aquellos proyectos políticos que pueden desestabilizarla. El “juicio al mal absoluto” que realizó Carlos Nino es tanto a la dictadura (demasiado explicita en su actividad exterminadora) como al peronismo histórico. Esta forma política aparece, finalmente, desestabilizada con el retorno del lenguaje explícitamente violento y exterminador de Milei.
Si la constitución histórica fue la Constitución de 1853-60 (con todas las contradicciones que implican reconocer a 1853 y 1860 como las fechas entre las que se desarrolla el texto constitucional), el régimen representativo que Milei quizás clausure puede nombrarse como el régimen de 1976-1983. En cierto sentido, 1983 sutura de forma precaria la herida abierta por 1976 (o 1973 o un año entre medio de los dos). Pero no la cicatriza y la reactualiza de modo constante. Ernesto Laclau y Carlos Nino son quizás los representantes más claros de esta forma política: Nino es su ingeniero y Laclau es su reformador. Nino liberaliza y racionaliza los fundamentos simbólicos del videlismo. Laclau intenta superarlos, pero su aplicación práctica (más cercana a la lectura moralista ensayada por Chantal Mouffe) apenas los barniza. Los indultos menemistas y la normalización del guerrillero bajo el kirchnerismo fueron embates contra el juicio al mal absoluto que no lograron revertir su eficacia e incluso capitularon ante sus términos (el menemismo por fingir un falso consensualismo y el kirchnerismo por domesticar de forma liberal-progresista a la figura del montonero).
El régimen del 76-83 tuvo la suerte (o la astucia) de realizar el exterminio y delimitar sus fronteras antes de darse un texto constitucional (a diferencia de la República posible alberdiana). El Pacto de Olivos no tuvo revalidación por parte de la estadística electoral (la UCR comenzó su ocaso nacional en las siguientes elecciones y el menemismo no corrió mejor suerte a mediano plazo) y el mismo texto constitucional erigió consignas que no han encontrado cumplimiento en la vida política. Sin embargo, el régimen del 76-83 apenas lo necesitó: más allá del detalle re-eleccionario y otras negociaciones coyunturales (como los senadores extra que alargaron la supervivencia del radicalismo post-alfonsinista), la Constitución de 1994 es la medalla de chapa que la política formal se condecoró a sí misma. El respeto absurdo por la letra alberdiana (la negativa a modificar artículos que hablan de “rentas en pesos fuertes” o “traslados del presidente fuera de la Capital”) la revelan como un texto vacío. Su interés en consagrar dos principios de propiedad distintos y contradictorios (la propiedad privada liberal y la propiedad comunal indígena) es apenas un síntoma de su descomposición en el pluralismo tutelado de la Argentina videlista.
¿Cómo se rompe, entonces, este marco “postdictatorial”? Los eventos son demasiado recientes y la coyuntura demasiado inestable y frágil para pronosticar su devenir, pero pareciera que la victoria electoral libertaria configura una fractura en el orden político argentino. El sujeto rebelde y maldito de la postdictadura no es el trabajador, sino un individuo-empresario que ha encontrado diferentes motes (de CEOs a jefes de PyMES a “emprendedores” a vendedores ambulantes). Aquella subjetividad que la postdictadura moldea es la subjetividad que la desestabiliza. Si la contradicción es el lugar donde se sobredetermina el sistema, es también el lugar que, desde el centro, difumina sus bordes. Ese sujeto conforma las bases del fenómeno mileísta: desde los “lúmpenes” (o “grasas”, como está gustando decir cierto peron-progresismo universitario) de clases medias bajas hasta la oligarquía agrícola y los nuevos ricos de la zona norte del AMBA.
Hipotetizo que la causa directa de esta irrupción política del individuo-empresario como agente desestabilizante (que tiene sus antecedentes desde, al menos, los cacerolazos contra el kirchnerismo) es el sobredimensionamiento del peso del Estado en el imaginario político: un Estado que se narra capaz de mayor intervención sobre la realidad que la posible, que simula ser causa y no consecuencia; y la proliferación político-mediática de supuestos adversarios del Estado que denuncian esta capacidad. El estatalismo (presentado, frecuentemente, como etapa transicional) se convirtió en parte del sentido común del régimen del 76-83 y, al mismo tiempo, en su principal enemigo. Carlos Rosenkrantz, el jurista ideólogo del macrismo, señaló que la Modernidad implica un proceso de descentralización del poder: podemos decir que la débil descentralización del Estado democrático representativo es la lógica del individuo-empresario trasladada al militante o al burócrata de calle. Los enemigos a eliminar son demasiado caricaturizables y cercanos.
Aunque posiblemente no lo sepa, Javier Milei es más cercano al “neo-cameralismo” de Curtis Yarvin o a algunas observaciones de Nick Land sobre la “sociedad radicalmente democratizada” (“una cultura del robo sistemático”) que a Juan Bautista Alberdi. Si la ironía es el método de Curtis Yarvin, la locura es el artefacto mileísta para el ejercicio del poder. Lo racional es aquello que permite moverse dentro de los marcos de lo existente y la locura del acto decisional es aquello que crea cortes en ese flujo. El reformismo kirchnerista ensayó intentos de profunda re-interpretación constitucional sin éxito y el macrismo (con muchísimas menos credenciales) también parece haber soñado con refundaciones profundas. Pareciera que es finalmente el mileísmo quien realiza los movimientos más arriesgados para decidir una nueva configuración social-institucional de la comunidad política argentina. Aunque este proceso, por el momento, permanece abierto y sin dar resultados claros.
En política, quien pronostica muertes conjura zombies. Todavía no podría juzgarse si el libertarianismo es el punto final, la revitalización o un exótico capítulo en esta larga marcha hacia lo no decible de la sociedad post-videlista. Como decía Frank Zappa, “Jazz isn’t dead. It just smells funny.”
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